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por Ángel Darío Carrero
Martin Heidegger invitaba a recordar la corta formulación de Leibniz que ha marcado la cultura racionalista de Occidente hasta hoy: «Nihil est sine ratione». Este principio ha sostenido la arrogancia tecno-científica moderna: lógica de la causa y el efecto, calculabilidad, mensurabilidad, determinismo. Gianni Vattimo, siguiendo a Heidegger, radicaliza las consecuencias de la apropiación dogmática de este argumento: «Si el mundo se reduce al resultado del experimento científico, el mundo verdadero no existe. Si el ser verdadero es sólo lo planificable y calculable, el resto, los sentimientos, los miedos, los amores, todo es basura, desechos». El ser de la persona humana deviene realmente informulable en términos racionales, porque somos, en lenguaje ricoeuriano, ese tipo de ser que nunca coincide del todo consigo mismo. Heidegger se opone al objetivismo científico, pero no porque resulte falso, sino porque es injusto, porque toda pretensión de absolutidad termina traduciéndose en exclusión, en opresión humana y política. Ahora bien, será el mismo Heidegger quien nos invite a descubrir el fluir subterráneo que ha intentado abrirse paso desde el exilio forzado al que lo destinó la ciencia: el reino del sin por qué. Esa otra dimensión humana trata de salvarnos, por el camino de la belleza, de nuestro soberbio afán dominador. El representante emblemático será, según Heidegger, el médico, poeta y también místico Angelus Silesius (siglo XVII). Sus palabras, nos dice Heidegger, hablan francamente en sentido contrario al racionalismo tecno-científico: «Die rose ist ohne warum» (La rosa es sin porqué).
La magia atrayente de Silesius es que abre la puerta de lo inexplicable, pero no por la trampa de una nueva argumentación, sino precisamente por la misma ruta que completa al ser humano: la de la poesía. Jorge Luis Borges se percató de ello con su agudeza habitual: «Imaginemos que un poeta dice que la belleza es inexplicable, no habría dicho nada, pero si ese poeta, que sería el gran poeta alemán Angelus Silesius, dice Die Rose ist ohne warum, ya está creando poesía». El poeta aparece ?lo describe hermosamente Roberto Juarroz? como el cultivador de grietas. El que es capaz de «fracturar la realidad aparente para captar lo que está más allá del simulacro».
Este maravilloso dístico de Silesius pertenece a su célebre obra en seis libros El peregrino querubínico, conjunto de epigramas que Jacques Lacan celebró como nadie: «Constituyen uno de los momentos más significativos de la meditación humana sobre el ser, un momento, para nosotros, más rico en resonancias que La noche oscura de san Juan de la Cruz, que todo el mundo lee y nadie comprende». Lacan, aconseja ?y dice que lo hace «enfáticamente»? que quien quiera hacer análisis, es decir, salir de la mera superficialidad de la conciencia e indagar en lo profundo de la psique: «se procure las obras de Angelus Silesius». El filósofo Jacques Derrida se acerca a Angelus Silesius desde otra situación límite, es decir, allende a lo meramente objetivo: desde la experiencia intransferible de la muerte. Derrida confiesa que frente a su madre moribunda leía El peregrino querubínico. Se le revela, en ese escenario inolvidable de la pérdida, como una fuente «elíptica, taciturna, críptica, que se desdice obstinadamente», pero que al mismo tiempo es, «entre todas las literaturas, inaccesible aun allí adonde parece llegar, la exasperación de un celo que la pasión carga más allá de sí misma». Y dice algo tremendamente revelador para nuestros tiempos: «es la literatura idónea para el desierto o el exilio». ¿No somos todos hoy un tanto sujetos sin patria definitiva bajo los pies?
Mi más reciente libro, Inquietud de la huella. Las monedas místicas de Angelus Silesius (con prólogo de Juan Martín Velasco), ofrece un amplio repertorio de referencias desde Leibniz hasta hoy, que permitirá rastrear la huella, muy poco conocida, de este poeta incomparable en el interior del pensamiento occidental; y también corroborar interesantes confluencias en el ámbito oriental. Pero Inquietud de la huella es, ante todo, un ejercicio dentro del territorio mismo de la poesía, una recreación, de la propuesta poética de Silesius a partir de una de sus expresiones más esplendorosas: el Libro I de El peregrino querubínico. Silesius experimentaba seguramente vivencias espirituales que no podía expresar ni con el lenguaje dogmático de la ciencia, ni tampoco con el lenguaje del mundo apologético luterano del que formaba parte. Silesius aprendió, en el exilio de las verdades clausuradas, a bucear en el mar de sí mismo: ¡y descubrió la rosa! La rosa de nadie (Paul Celan) que es, por lo mismo, la rosa de todos.
Mi pequeña utopía es que esta actualización poética de Silesius acerque al lector «deseoso» contemporáneo a la ejemplar conclusión argumentativa de alguien que se dejó seducir por la magia de Silesius, Ludwig Wittgenstein: «El impulso hacia lo místico procede de la no satisfacción de nuestros deseos por parte de la ciencia. Sentimos que incluso cuando quedan respondidas todas las cuestiones científicas posibles, nuestro problema sigue sin haber sido tocado en absoluto. Sin duda ya no queda entonces ninguna pregunta más; y justamente esa es la respuesta».