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El escritor sumido en la angustia experimenta especialmente que el arte no es una operación ruinosa; él, que trata de perderse (y de perderse como escritor), ve que, al escribir, aumenta el crédito de la humanidad, por consiguiente, aquel que le es propio, puesto que sigue siendo hombre; otorga al arte unas nuevas esperanzas y riquezas que recaen pesadamente sobre él; transforma en fuerzas de consuelo las desesperadas órdenes que recibe; salva con la nada. Esta contradicción es tal que no le parece que estratagema alguna pueda ponerle fin. Las desdichas tradicionales del artista —vivir pobre y miserable, morir realizando su obra—no se tienen naturalmente en cuenta en la estructura de su porvenir. La esperanza del nihilista —escribir una obra, pero una obra destructiva, que represente, por lo que es, una posibilidad indefinida de cosas que ya no serán— también le resulta ajena. Se da cuenta de la intención del primero, que cree sacrificar su existencia cuando lo que hace es ponerla por entero en el trabajo que ha de conferirle eternidad, y del ingenuo cálculo del segundo, que aporta a los hombres, en forma de conmociones limitadas, una perspectiva ilimitada de renovación. Su camino es muy diferente. Obedece a la angustia, y la angustia le ordena que se pierda, sin que dicha pérdida esté compensada por ningún valor positivo.
(pp.15-16)
La angustia no tiene nada que revelar y a su vez es indiferente a su propia revelación. Le trae sin cuidado que se la revele o no; arrastra al que se ha unido a ella hacia esa forma de ser en la que la exigencia de decirse ya está superada. Kierkegaard ha convertido lo demoniaco en una de las formas más profundas de la angustia, y lo demoniaco se niega a comunicar con el afuera y no quiere hacerse manifiesto; aunque quisiera, no podría; está confinado en aquello que lo hace inexpresable; está angustiado por la soledad y por el miedo a que la soledad se pueda quebrantar. Pero eso se debe a que, para Kierkegaard, el espíritu se ha de revelar, la angustia viene de que, al ser imposible cualquier comunicación directa, encerrarse en la interioridad más aislada aparece como la única vía auténtica para ir hacia el otro, una vía que a su vez solo tiene salida si se impone como sin salida. La angustia, no obstante, por mucho que pese como una piedra sobre el individuo del que aplasta y hace pedazos lo que tiene en común con los hombres, no se detiene en esa tragedia de la mutilación y, con el fin de hacer que salga del refugio en donde vivir es vivir secuestrado, se vuelve contra la individualidad misma, contra la aspiración enloquecida, desgarrada y desgarradora, de no ser sino ella misma. La angustia no le permite al solitario estar solo. Lo priva de los medios de tener relación con otro, tornándolo más ajeno a su realidad de hombre que si de repente quedase transformado en algún parásito; pero, una vez despojado de ese modo y listo para sumirse en su monstruosa particularidad, la angustia lo expulsa fuera de sí y, en un nuevo tormento que aquel experimenta como una irradiación sofocante, lo confunde con lo que no es, convirtiendo su soledad en una expresión de su comunicación, y esa comunicación en el sentido que adquiere su soledad y, siguiendo con esa sinonimia, en una nueva razón de ser angustia añadida a la angustia.
(pp.21-22)
¿Por qué le repugnaría a la angustia ser convocada afuera? Es tanto el afuera como el adentro. El hombre en el que se ha hecho manifiesta (lo cual no quiere decir que le haya mostrado el fondo de su naturaleza, puesto que no hay fondo alguno), el hombre al que ha atrapado profundamente se deja ver en las distintas expresiones bajo las cuales lo atrae; él no se muestra con complacencia y no se esconde con escrúpulo; no está celoso de su intimidad, no huye ni busca lo que la quebranta; no puede conceder una importancia definitiva a su soledad ni a su unión; angustiado cuando se niega, más angustiado cuando se entrega, siente que está ligado a una exigencia que el sí o el no de la realidad no pueden alterar. Del escritor que se da cuenta de toda la paradoja de su tarea con esa pasión siempre encubierta que siempre quiere desvelar, hay que decir que lleva a cabo su tortura, que la convierte en una cosa, que se la adjudica como un objeto que hay que representar, inaccesible sin duda alguna pero análogo, no obstante, a todos los objetos que el arte tiene como función expresar. ¿Por qué la desdicha de su condición consistiría en que tiene que representar esa condición con la consecuencia de que, si logra representarla, su desdicha se convertiría en alegría, su destino se realizaría por completo? Él no es escritor de su desdicha, y su desdicha no proviene de que sea escritor, pero, situado ante la necesidad de escribir, ya no puede escapar de esta, desde el momento en que la padece como una tarea irrealizable, irrealizable cualquiera que sea la forma de hacerla y, sin embargo, posible en esa imposibilidad.
(pp. 23-24)